13 septiembre, 2011

Vamo' pal río...

A final del mes de Agosto, cuando estuve en Moca en el encuentro de los Montelajaguences ausentes, no estoy segura si fue durante el camino hacía nuestro pueblo que le comenté a mi hermano mayor; quien manejaba su vehículo, que yo siempre guardaba en mis recuerdos las visitas que hacíamos a una amiga de mi madre cuando estábamos pequeños. Ella vivía muy cerca del río Licey.

Traté de describirle todo lo que recordaba con mucho entusiasmo para que nuestros compañeros de viaje entre los que se encontraban mi hijo Erick y mi sobrino Rafael Antonio tuvieran una idea de las cosas bonitas que nosotros vivimos en el campo y que quizás ellos no tendrán la oportunidad de disfrutar por residir en la ciudad.

Mi madre, mis hermanos y yo, teníamos que caminar un largo trecho para ir a la casa de esa señora que le mencionaba. Los colores del entorno que guardo en mi mente son el verde por los árboles y la hierba silvestre y amarillo por la tierra seca del improvisado camino.

En una parte del trayecto, teníamos que caminar por la orilla de un gran “hoyo” que asumo era por alguna deformación del suelo, ocasionado por un temblor del pasado. Para mi estatura todo aquello era terriblemente inmenso y no dejo de sentir la misma ansiedad que me asaltaba cada vez que me sujetaban de mis pequeñas manos para caminar con cuidado por el borde.

También recuerdo el saludo alegre, afable y generoso de la amiga de mi madre por recibirnos en su casa, aquella humilde vivienda típica de nuestros campos, hermosamente ubicada en la cima de una loma. Desde allí, no sólo se veía el río, sino que también se escuchaba el majestuoso caudal que por esos tiempos no conocía de depredación, ni contaminación, ni de los males del medioambiente.

Una corriente intimidante, de la cual ya les he contado en otras anécdotas. Una manada de piedras viajeras hablaban entre sí, buscando un lugar donde envejecer, donde parar por fin a tomar un baño de sol que se cuele por las aguas cristalinas de una posita serena donde solo se escuchen las carcajadas de los niños.

No sé cuando terminé mi narración a mis receptores, posiblemente se interrumpió cuando tuvimos que parar en la carretera para cambiar la llanta del otro vehículo que nos seguía. Después, no hubo más recuerdos, ni historias que contar; pues en lo adelante solo hubo tiempo para disfrutar de la actividad cuando arribamos.

Concluida la fiesta, emprendimos el camino de regreso a casa. Era mandatorio pasar por la entrada que al final, muy al final, conduce al destino que desde antes venía contando. Sorpresivamente, mi hermano dijo: “Voy a complacerte, te llevaré al río”. Todos nos quedamos atónitos e incrédulos de lo que mi hermano decía. Yo sólo pensaba en el hoyo y que no sería posible cruzarlo.

Entre brincos y saltos, corríamos. El camino parecía interminable, hasta que mi hermano volvió a hablarnos, señalando: “Este era el famoso hoyo”. Lo busqué con mirada curiosa. No lo podía creer! Ya no era igual, pudimos avanzar sobre él; quizás lo habían rellenado, incluso estaba plantado de víveres y habían levantado algunas casuchas, inseguras de más.

Proseguimos y al llegar a la casa de la amiga de mi madre, solo encontramos un fiel guardián. Un perrito que no nos quito la vista de encima. Allí tuvimos que parar, luego de rogarle a mi hermano que no prosiguiera, pues nos asustaba ver cómo podíamos colapsar por una de las zanjas imprevistas del turbulento camino.

Nos hizo bajar del vehículo para seguir a pie. Ana (mi sobrina), Janet (mi cuñada) y yo andábamos en tacos, para mi suerte, llevaba unos zapatos cómodos de reemplazo. Comenzamos a bajar por el pedregoso y medio enlodado trecho, hasta que ellas y Cristal (mi otra sobrina), desistieron.

Yo creí que también optaría por lo mismo abatida por la dificultad y el calor, pero era más fuerte mi deseo de revivir aquellos recuerdos. No sabía si esa sería la última vez que estaría de regreso a ese lugar, donde cada paso que daba me reencontraba con mi pasado, mi etapa de niña, de andanzas y aventuras que mis hermanos aun cuentan, imaginar la sonrisa de mi madre al visitar a su amiga.

Una vereda deformada por el tiempo y los embates de la madre naturaleza habían borrado las huellas del ayer y nuestros tobillos flaqueaban en casi todas las pisadas, hasta que por fin volvimos a ver el trayecto del cuerpo de agua, muy triste, apagado, amarillento por las lluvias, en silencio.

Un panorama semejante al de ayer, más no igual. Aun así lo disfruté y recorrí con mi mirada, queriendo llevarme más recuerdos de él, como los días de San Juan cuando me cortaban el pelo y lo lanzaban a la corriente.

Así, con una gran sonrisa de complacencia, inmensa por verme allí de vuelta. iniciamos la subida para tomar el camino que dejamos atrás. Con plena satisfacción, como cuando ya se puede morir en paz.

Gracias a mi hermano Marino por la hazaña, por “cumplir mis deseos” como bien dijo. Pude regresar pasado y viví una vez mis 3 o 4 años.



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